domingo, 28 de septiembre de 2014

El 9-N y los problemas insolubles

  

            Esa máxima ingenua de que “hablando se entiende la gente” quizás tenga su fundamento filosófico en la tríada dialéctica de tesis, antítesis y síntesis.

            La tesis vendría a ser una razón parcial, la antítesis su contrario en tanto razón distinta, y la síntesis una razón completa dado que supera a la tesis y a la antítesis.

            Cuando un político dice que “hablando se entiende la gente” es porque cree que no existe problema que no pueda arreglarse mediante el establecimiento de una solución razonada superior a la voluntad individual de cada una de las partes.

            Esto es desmentido por la vida misma, pues, por ejemplo, ¿cómo adjudicar algo indivisible que quieren dos personas a la vez?
            El denominado conflicto árabe-israelí nos ilustra cómo es imposible generar siempre una síntesis por medio de la razón cuando dos partes pretenden apropiarse de forma exclusiva una misma cosa, el mismo pedazo de tierra. 
            Lamentablemente, hay contenciosos que son incapaces de superar la antítesis.

            En el momento en que un asunto se convierte en insoluble lo es para la eternidad, salvo que una parte elimine a la otra. Es decir, cuando el entendimiento fracasa, la fuerza es el último recurso.
            Es el drama de la vida. También de la política.

            Por eso, el fin de la política racional no debiera ser el intento de resolver problemas sin solución mediante el diseño de síntesis imposibles de realizar, sino evitar que los conflictos alcancen la condición de problemas insolubles, anticiparse a la rotura de la convivencia.

            Y para ello lo principal es no atender las razones parciales de uno o de otro, sino facilitar compromisos entre las partes que dejen a salvo las razones de uno y de otro, esto es, lograr que dos partes compartan la misma cosa.   
            Y si alguna de ellas no está dispuesta a alcanzar un acuerdo de convivencia, excluirla por la fuerza, sean cuales fueren sus razones parciales, pues la razón política debe ser ajena a las razones particulares cuando éstas pretenden romper la razón superior: la convivencia. 
           
            Teniendo en cuenta lo anterior, podemos decir que la política de la Generalidad de Cataluña convocando un referéndum secesionista el 9 de Noviembre de 2014, intenta convertir un teórico problema entre España y Cataluña en un conflicto sin solución al intentar apropiarse de una cosa que no es sólo suya.

            Los argumentos históricos, ideológicos, políticos, económicos, no tienen cabida en este asunto cuando el objetivo de esos argumentos es excluir a una de las partes que también es propietaria de ese territorio y que también tiene argumentos históricos, ideológicos, políticos y económicos para quedarse.

            La separación de Cataluña de España sólo prosperará mediante la discriminación de los no separatistas.
        
            Ante esa amenaza, a la razón política sólo le queda una alternativa: neutralizar a los separatistas excluyentes y fomentar los compromisos del resto.
            O lo que es igual: el Presidente de la Generalidad debe ser detenido hoy mismo. Al día siguiente se debería disolver el Parlament y convocar nuevas elecciones autonómicas, declarando ilegales a todos los partidos políticos que apoyan o persigan la independencia. 
           
            Ese sería el camino para recuperar una gran amistad.

            Lo contrario, el diluvio: la conversión de un problema en insoluble.
           

            Nota: La solución de recurrir ante el Tribunal Constitucional la convocatoria del referéndum separatista es esencialmente inútil, pues mientras los separadores no sean apartados de la Generalidad, el problema continuará, pero peor.


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miércoles, 17 de septiembre de 2014

No al Tribunal Constitucional, sí a la Nación



            Ante la supuesta amenaza del ministro de Exteriores, José Manuel García Margallo, respecto a que el Gobierno podría suspender la autonomía catalana si la Generalitat persiste en celebrar la consulta popular el 9 de noviembre del presente, voces autorizadas del Gobierno han dicho pocas horas después de la intervención del señor ministro que no, que no está previsto suspender la autonomía de ninguna Comunidad Autónoma, pues entienden que bastará con dos recursos al Tribunal Constitucional.

            ¿Por qué acude el Gobierno al Alto Tribunal para defender la unidad de España?, ¿no tiene otra opción que no sea la judicial?

            El Gobierno de Rajoy parte de la premisa del ex Presidente Zapatero de que “la nación española es un concepto discutido y discutible”, y para evitar la discusión lleva el asunto nacional a un terreno pretendidamente independiente y neutral: la Constitución, la legalidad.

            Dado que entre las competencias que el artículo 97 de la Constitución atribuye expresamente al Gobierno no está la de garantizar la unidad de la nación, el Poder Ejecutivo se ampara en el genérico y mayestático artículo 2 que declara que “la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indisoluble de todos los españoles”, para impedir la independencia de un territorio.
            Es decir, puesto que la Constitución se fundamenta en la unidad de la Nación, la secesión de un territorio dejaría sin fundamento a la Carta Magna.
            O lo que es igual, mientras la Constitución perviva, la integridad de la Nación también lo hará.

            ¿Y quién decide sobre la Constitución? El Tribunal Constitucional, por supuesto.

            Hasta aquí la explicación de por qué el Gobierno ha elegido la vía judicial para defender la unidad del país.

            Trasladar un problema político como la continuidad o no de la Nación a un ámbito judicial (aunque esté controlado por las cúpulas de los partidos políticos) tiene como objetivo evitar que al Gobierno le acusen de ser juez y parte, pues otorgando el poder de decisión a un tercero, a la máxima instancia judicial respecto al control constitucional, el Poder Ejecutivo se lava las siempre sucias manos de la confrontación política en las aguas limpias y claras de la justicia.  

            Ahora bien, debería resultar obvio que si la permanencia de España depende de las decisiones del Tribunal Constitucional, esto significa que la continuidad de la Nación siempre queda al albur de las mayorías políticas que se puedan formar en el referido Tribunal, pues no conviene olvidar que su composición la deciden los partidos políticos.
            Visto lo visto no es absurdo conjeturar con el hecho de que los políticos puedan conformar en el Tribunal Constitucional una mayoría de magistrados que decidan, por ejemplo, que Cataluña no es España si los catalanes lo deciden en referéndum, ergo la separación de Cataluña no afectaría a la Nación ni al fundamento de la Constitución, dado que Cataluña no sería España.

            Pero sobre todo, dejar al Tribunal Constitucional como defensor último de la pervivencia de la Nación supone birlarle al pueblo, a los ciudadanos, la soberanía política para otorgársela a una instancia del Régimen, del Estado de Partidos, en cuanto si la unidad de la Nación es el fundamento de la Constitución, y sobre el fundamento de la Constitución decide el Tribunal Constitucional, es éste quien decide sobre la Constitución y por ello sobre la unidad nacional.  

            ¿Pero acaso le queda otro camino al Gobierno que no sea el judicial?

            Evidentemente que sí.

            La vía política de convocar al pueblo que le otorga el artículo 92 de la Constitución, el cual declara que las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos, convocado por el Rey, a propuesta del Presidente del Gobierno, previa autorización del Congreso de los Diputados.

            Es decir, el Gobierno puede convocar a los ciudadanos españoles, esto es, a la Nación, para que decidan sobre la secesión de un territorio.

            Si no lo hace es para evitar que los españoles decidan, dejando la soberanía popular en manos de un órgano político-judicial controlado por los partidos políticos.
         De esa manera impide que la ciudadanía se pronuncie hoy a favor o en contra del separatismo, y mañana a favor o en contra de la Constitución que ha dado cobijo legal a un régimen donde la corrupción se ha hecho norma.

            Por tanto, remitir el expediente catalán al Alto Tribunal es la forma grosera que tiene el Gobierno de ciscarse en la soberanía nacional a mayor gloria del Estado de Partidos, del Estado Caníbal.

             Una más. Seguramente no será la última.


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sábado, 6 de septiembre de 2014

El delito de lesa humanidad o la continuación de la guerra por otros medios.


        Dejábamos en el último artículo a apócrifas ONG escudriñando cómo imputar a Cameron por crímenes de lesa humanidad a raíz de su combate contra el decapitador Estado Islámico.

            Y es que la política se ha convertido en una actividad profesional harto peligrosa a fuer de intentar que la violencia desaparezca de la faz de la Tierra. Curiosa paradoja.

           Desde la popularización mediática del delito de lesa humanidad, el político sólo tiene dos alternativas: o se convierte en bambi o se hace yihadista.
           
            En realidad, tiene otra, más lírica que real: transformarse en mago para conseguir que las balas o bombas que dispare contra el enemigo esquiven a la población civil dejándola indemne, al tiempo que hacen blanco en el cien por cien de los objetivos militares.
            Mientras no se alcance esa mágica precisión, la posmoderna espada de Damocles para políticos, esto es, el delito de lesa humanidad, pone a cualquier dirigente  ante una decisión del tipo “lo tomas o lo dejas”: no utilizar la fuerza para no ser acusado de crímenes contra la humanidad o utilizar la violencia con todas sus consecuencias pasando a ser considerado autor de abominables crímenes contra la humanidad.
            Si opta por la primera opción, su pueblo será pasto de alguno de los “Estados Islámicos” que en el mundo hay. Si elige la segunda, terminará convirtiéndose por la lógica de las cosas en un tirano para garantizar que nadie ose procesarle a causa de semejante delito mientras viva.

            Pasemos de las opiniones a los hechos fijándonos en dos casos del pasado siglo que ilustran las consecuencias políticas de la doctrina ético-jurídica llamada "delito de lesa humanidad".
           
            El golpista chileno Augusto Pinochet terminó su gobierno tras la derrota en un plebiscito que convocó en 1988. Es decir, el golpista abandonó el poder de forma democrática,  aunque se mantuvo como jefe del Ejército hasta marzo de 1998.
            Pues bien, Pinochet estuvo detenido en Londres desde octubre de 1998 hasta marzo de 2000 a la espera de ser extraditado a España, en aplicación del principio de “justicia universal” que trata de evitar la impunidad de los denominados delitos contra la humanidad. Finalmente no se concedió la extradición.
           
            Si hubiera sido extraditado su destino no habría sido muy distinto al del antiguo dictador panameño Manuel Antonio Noriega, que después de entregarse al ejército de EE.UU. el 3 de enero de 1990, estuvo encarcelado en aquél país hasta que el 27 de abril de 2010 fue extraditado a Francia, siendo devuelto a otra cárcel en Panamá el 11 de diciembre de 2011. A sus casi 81 años sigue en prisión esperando nuevos juicios. 

            De estos dos sucesos los políticos susceptibles de ser acusados de crímenes contra la humanidad (en realidad, todos) dedujeron el siguiente principio: jamás se debe abandonar el poder, pues la muerte es preferible a la pérdida del poder. O mejor dicho: perder el poder significa morir.

            Véanse ya en el s. XXI, esto es, después de Pinochet y de Noriega, los casos de Sadam Hussein en Irak o de Bashar al-Asad en Siria.

            El primero, después de abandonar Kuwait y perder la guerra con EE.UU. a principios de los noventa, siguió en el poder hasta que en 2003 los aliados volvieron a invadir Irak como consecuencia de los atentados del 11-S. Después de ser detenido y sometido a juicio durante dos años, fue ahorcado la víspera de Nochevieja de 2006, por supuesto, por ser responsable de crímenes contra la humanidad.

            En cuanto al tirano Bashar al-Asad, actual Presidente de Siria, a día de hoy sigue perpetrando crímenes contra la humanidad porque sabe que si deja el poder el destino le tiene preparada una despedida al modo Sadam Hussein.  

            Por tanto, la historia más reciente coincide con la tesis del presente artículo: el delito de lesa humanidad ha provocado que los políticos que en algún momento utilizaron la violencia por el motivo que fuere, terminen sus días convertidos en asesinos de masas aferrados al poder para evitar ser juzgados como autores de delitos contra la humanidad.

            La historia también nos demuestra que la eliminación del referido delito y el ofrecimiento de una salida al tirano ahorra crímenes contra la humanidad.

            Ben-Ali, el Presidente tunecino hasta enero de 2011, abandonó el país rumbo a Arabia Saudí a resultas de un levantamiento popular.
            Gracias a la monarquía de la península arábiga, los tunecinos no sufrieron crímenes contra la humanidad por parte de Ben Alí, pues éste no necesitó cometerlos para seguir viviendo.
            De hecho, nunca fue juzgado por ése delito, aunque enfermo en Arabia Saudí y con 75 años, fue condenado en rebeldía en 2012 por un tribunal militar de su país a 20 años de prisión.
            Si no hubiera habido un refugio para el dictador tunecino en Arabia Saudí, es algo más que probable que Ben Alí siguiera hoy en el poder cometiendo crímenes contra la humanidad como única forma de sobrevivir.


            El delito de lesa humanidad, el principio de jurisdicción universal, dificultan en grado sumo la paz, incluso el armisticio, pues prolonga la guerra, la encarniza, dado que al criminalizar el uso de la fuerza por los políticos convierte el derecho penal en la continuación de la guerra por otros medios.
            En este contexto a los políticos no les queda otra defensa que seguir combatiendo para continuar en el poder como única forma de evitar que se les aplique el dizque derecho penal internacional, esto es, la venganza.  

            El objetivo de la creación del delito de lesa humanidad era que los políticos no usaran la fuerza ante el temor de ser castigados penalmente.
            Sin embargo, ¡oh, paradoja!, lo que ha conseguido es atemorizar todavía más a los políticos que ya lo estaban (bambis), mientras ve la luz una nueva generación política destinada a gobernar precisamente porque no tienen miedo de utilizar la violencia: la de los dirigentes que se ríen del delito de lesa humanidad.

            Los bárbaros asesinos están de enhorabuena: el futuro (y el presente) de la política está en sus manos. 

            Pero no debemos temer, dirán los defensores de la venganza política.
            Al final, cuando los autores de crímenes contra la humanidad hayan matado hasta la extenuación para evitar que les apliquen el referido delito, haremos justicia y caerá sobre ellos la espada de Damocles, la aplicación de la pena por haber cometido el delito de lesa humanidad, o sea, la muerte.

            El problema consiste en que a los muertos que se pudieron haber evitado de no existir semejante delito nadie les podrá preguntar si consideran justo que ellos fueran el precio que hubo que pagar para que los moralistas y los justicieros duerman en paz.


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