sábado, 21 de febrero de 2015

El juicio contrasalomónico o la división de lo indivisible (I)



            La decisión sobre si Cataluña se separa de España o no, quedará a merced de la voluntad de poder de los dirigentes políticos. Es decir, quien sea más fuerte, más listo, más maquiavélico, se alzará con el triunfo.

            No es así, -declaman los oráculos del independentismo-, nosotros somos demócratas. Será lo que la mayoría del pueblo catalán quiera.
            Leamos lo que considera democrático y mayoritario el Comisionado para la Transición Nacional, un tal Carlos Viver Pi-Sunyer, antiguo vicepresidente del Tribunal Constitucional de España y actual magistrado del Tribunal Constitucional de ¡Andorra! (no olvidemos que en Cataluña reinan los Mas, Harpo Mas). http://elunicoparaisoeselfiscal.blogspot.com.es/2014/11/de-harpo-mas-y-harpobrerismo-llegara.html
       
          El prohombre afirma respecto a la declaración unilateral de independencia que, "jurídicamente, con el 50% más 1 de los votos, hay suficiente; políticamente, es recomendable una mayoría cualificada" (El País, sección titulada "Els Comandants del procés", 13 de febrero de 2015, extracto de un libro que se titulará "El tigre sobiranista").

            Con independencia de que términos como "democracia" o "mayoría" suelen ser eufemismos del deseo de los políticos ("els comandants") de imponer sus intereses a los del pueblo, transformado en "tigre" por obra y gracia del "procés"; quiero demostrar que la llamada cuestión catalana no sé si será un problema, pero si lo es, la solución por medio de elecciones o plebiscitos que lleven a la secesión no será una forma justa de reconocer la existencia de una supuesta nación catalana, sino una imposición, el despojo del más débil a manos del nudo Poder, que diría Agamben.   

            Y para ello no nos queda otro remedio que desacralizar, tanto jurídica como políticamente, la palabra mágica: "mayoría".

            Lo de la "mayoría", "clara mayoría" o "mayoría cualificada" como fundamento de la justicia de una eventual secesión tiene su origen en el plebiscito por la independencia celebrado en 1995 en la provincia canadiense de Quebec, que tuvo el apretadísimo resultado de 50,58% en contr y 49,42% a favor.

          Como consecuencia del mismo, en el año 2000 el Parlamento de Canadá aprobó la llamada "Ley de Claridad" que estableció las condiciones bajo las cuales el Gobierno podría aceptar la separación de Quebec mediante un referéndum.

         La referida ley estipula que la Cámara de los Comunes de Canadá tendría la competencia de determinar si una "clara mayoría" independentista se habría producido en una consulta electoral.

       Por tanto, la Ley de Claridad canadiense legaliza y legitima la voluntad de poder de una mayoría. 

       ¿Pero qué significa en términos numéricos una "clara mayoría"? ¿Por qué no se concretó, dejando a la cámara legislativa la potestad de decidir cuándo se ha producido  una "amplia mayoría"?

            La no concreción de una cifra  (¿60, 70, 80% a favor?) supone el reconocimiento tácito de que por muy democrática que sea la consulta y la mayoría que resulte, toda división territorial conduce a una fractura, donde la inequívoca voluntad de poder de un conjunto más o menos numeroso provoca la derrota del resto. 

            "Esa es la esencia de la democracia", -me dirán ustedes-, "la división entre ganadores y perdedores".

            Sin embargo, el hecho relevante es que "el procés" olvida lo esencial, esto es, la existencia de cosas indivisibles.

            De ahí la dificultad y la obscena injusticia, en todo caso, de regular un proceso divisorio de bienes indivisibles aplicando la regla de la mayoría, es decir, mediante la democracia.

            Recordemos el Juicio de Salomón, en virtud del cual el rey de Israel decidió otorgar la titularidad del niño en disputa a la madre que no quería dividirlo, pues la justicia residía en la indivisión del bebé.

            En democracia un juicio salomónico, es decir, la razón está del lado de quien no quiere romper, es irrelevante porque la mayoría es soberana: si ésta quiere dividir, no hay bienes indivisibles, aunque lo que se quiera partir sea un pueblo que lleva conviviendo cientos y cientos de años. 

            Es algo comúnmente aceptado que la política debe ser democrática y que su regla de oro es la mayoría.

            Sin embargo, lo paradójico de aceptar que decisiones mayoritarias puedan separar objetos que no deben serlo es la deslegitimación de la democracia como instancia arbitral pretendidamente justa. 
 
            La democracia dirime un conflicto otorgando la razón a la mayoría, pero la decisión de la mayoría puede no ser razonable. 

            Habremos avanzado suficiente si dejamos sentado de una vez por todas que la democracia es poderosa, pura voluntad de poder de la mayoría; pero no tiene por qué ser equitativa o recta, sino todo lo contrario.

            Para dirimir conflictos donde el objeto del litigio son bienes indivisibles (la escalera de un edificio, un niño o un país) la regla de la mayoría es rotundamente injusta, "antisalomónica", si se acuerda partir, pues aquéllos dejan de servir al fin para el que fueron concebidos. 

            Aunque el eminente jurista de Andorra y "comandant del procés" (en el país de Mas, Harpo Mas, da igual el jurista que el militar) no lo crea, mi argumento tiene una sólida base jurídica. Ni más ni menos que el Código Civil español (el andorrano le desconozco) que regula el uso y tenencia de las cosas comunes mediante dos principios no democráticos: la indivisibilidad y la unanimidad.

            ¡Qué se puede esperar de los malvados fascistas españoles!

         Por mi parte, los artículos ¿fascistas? del Código Civil del s. XIX aún vigente que fundamentan lo que aquí se dice. 
           Pero eso será el próximo día.

twitter: @elunicparaiso


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