domingo, 23 de diciembre de 2012

¿De "Marca España" a "España, marca blanca"?



            Para Willy Matud, ese genio. 

  
          Los reyes del marketing y los políticos al bies crearon allá por el año 2002 el proyecto “Marca España” para mejorar la imagen internacional de nuestro país.
            Su comienzo data de un 28 de Octubre por iniciativa del Instituto de Comercio Exterior (ICEX), el Real Instituto Elcano, el Foro de Marcas Renombradas Españolas (acoge a más de cien empresas del país) y la Asociación de Directivos de Comunicación. 

             Por tanto nació con Aznar en la Presidencia aunque fue el ya marchito Zapatero (2004-2011) quien potenció la iniciativa a lomos de nuestra prestigiosa Monarquía.
         Para demostrar la importancia de la Corona no hay más que recordar que el actual Ministro de Asuntos Exteriores, García Margallo, alude a ella como “el principal activo” de esta iniciativa.

           No obstante, el “salto de calidad” del proyecto tiene lugar el 29 de Junio de 2012 cuando el Consejo de Ministros nombra un Alto Comisionado del Gobierno para la Marca España, con la tarea de coordinar la labor de los ministerios y contar con la aportación de las Comunidades Autónomas, faltaría más, no vaya a ser que se enfaden.
           El ya citado García Margallo advirtió que el proyecto es el buque insignia de su departamento y uno de los pilares para superar la crisis.

        Valga esta introducción para entender que no se trata de un asunto baladí sino de una auténtica “política de Estado”.
            “El proyecto Marca España descansa sobre tres CERTEZAS: la imagen de un país está sujeta a cambio constante; es factible influir en ese cambio; y corresponde a los poderes públicos diseñar políticas que mejoren dicha imagen”. (Ver página web www.marca-españa.es).

             ¿Pero qué supone el proyecto Marca España?

            La mercantilización del concepto político de nación para dotar a ésta de una identidad nueva y “sujeta a cambio constante”, según lo que la “política de Estado” vaya considerando oportuno, pues para eso “es factible influir en ese cambio”.

           Y hablo de mercantilización porque la iniciativa supone transformar un valor de uso (una utilidad que cualquiera puede disfrutar a conveniencia, como la idea de nación histórica), en valor de cambio (un producto destinado a ser vendido).

            La clave se encuentra en que el éxito de ventas está en relación directa con la bondad del producto y/o con la apariencia de ella. Y ello significa que el bien susceptible de ser intercambiado en la plaza siempre tiene que ser o aparecer bueno, pues de lo contrario nadie lo querrá, nadie lo comprará.

             ¡Por fin lo logramos! –pensarán los ideólogos del proyecto-.
             El concepto “discutido y discutible” se sublima en marca de lujo.
             La Leyenda Negra se ha convertido en “La Roja”.
             La nación al pasar por el filtro de la marca queda blanqueada, lista para ser expuesta.
             Fin de “España como problema”.

            Atrás quedó la nación como uno de los agentes de un conflicto eterno con otras naciones en busca de “ser”.
           Eliminado todo vestigio negativo para que pueda ser objeto de tráfico mercantil, la nación ya no es un concepto que pueda ser mal visto por nadie. Todo lo contrario, pues desaparecida la lucha que la hizo posible y sus efectos colaterales, sólo queda el brillo de lo mejor.   
         
         El proceso de convertir a la nación en una marca será recordado como la más importante contribución de finales del siglo XX y principios del XXI a la historia de las ideas políticas. La marca como concepto político.
             Los lectores me podrán contradecir, pero si Tocqueville supo ver con una anticipación fabulosa que el mundo sería dominado por Estados Unidos y por Rusia, lo que ni siquiera él alcanzó a vislumbrar fue que las naciones se despachasen como camisetas.  

            Ahora bien, la cuestión no es tan simple, y le debo a uno de los gurús del marketing elevado a “motor de la historia”, Willy Matud, la siguiente reflexión: “la marca se mueve entre extremos, el mundano-mercantilista y el filosófico-metafísico,  “Smiley” (sonrisa) y la voluntad que lucha por un fin (el eterno retorno del conflicto), identidad-imagen, ser y ser percibido, ser y parecer. La mirada desde lo alto al tema de las marcas es apasionante, la mirada desde el suelo (Smiley) no tanto”.

            Así, los peligros de la iniciativa, al amparo sólo de los éxitos pasados y pasajeros, sin que se conozca si existe “voluntad de lucha por un fin” más allá del genérico “mejorar la imagen”, resultan evidentes.
               Su "principal activo”, la Monarquía, ha evolucionado hasta pasar a considerarse asunto “discutido y discutible”; la finura del arquitecto Calatrava, Embajador honorífico de la Marca España, no puede separarse de su vinculación al soez caso “Palma Arena”; y los precios de ganga (permisos de residencia a cambio de comprar una casa a partir de 160.000 €) carecen de “glamour”.

             En fin, el riesgo de la empresa política de transmutar a la nación en una marca, el riesgo del proyecto “Marca España” es evitar su rápida degradación en “España, marca blanca”.
           
           
twitter: @elunicparaiso

domingo, 9 de diciembre de 2012

¡Cuánto nos gusta el Poder!




            Un gurú de la red me preguntó hace poco algo parecido a esto:

         ¿Por qué si hemos decretado la muerte de Dios y de las leyes morales universales nos dejamos gobernar por unas estructuras de poder que nunca en la historia han sido tan poderosas ni han estado tan sacralizadas?

           Le contesté que precisamente por ello, pero el temor a que la concisión me haga parecer maleducado en vez de preciso, y dado el interés de la pregunta, quiero ampliar mi respuesta resumiendo lo que los grandes “connaisseurs” de la naturaleza del Poder dejaron dicho hace tiempo y que pocos intentan recordar.

           El motivo del crecimiento consentido del Poder tiene su causa directa en la idea de que, desaparecida toda creencia trascendente, la política puede hacer realidad una supuesta voluntad general, que por ser voluntad del hombre y general, sólo puede ser buena, bella y verdadera para cada uno de nosotros.
                 A esta idea convertida en creencia en sentido orteguiano, nos aferramos como última posibilidad de salvación.

             Y es tanto la creencia como la intuición de que realmente puede ser la última, lo que convierte al Poder en un Dios humano al que todo se sacrifica porque de él se espera nada más y nada menos que la continuidad de una vida digna de tal nombre.  

           En estas condiciones la idea de oposición o resistencia al Poder es simplemente absurda, no tanto porque sea irresistible, que lo es, sino porque se constituye en la única fuente productora de sentido para inmensas mayorías.

          Pero hay algo más. Se trata de una creencia cuya realización queda al alcance de todos, de cualquiera.
           Hasta no hace tanto el Poder era una emanación divina que concernía de manera exclusiva a los monarcas, absolutamente intangible para el resto de los hombres. 
           Instalada la forma de Gobierno que dicen democrática no hace falta tener sangre azul para disfrutar del Poder.
           Ayer era suficiente ser Concejal de Urbanismo de alguno de los miles de municipios del país para merecer su gracia. Hoy ni siquiera: basta ser nombrado asesor, con catorce pagas, del venido a menos  Concejal de Ordenación del Territorio y Medio Ambiente (eufemismo que evita mentar la bicha del otrora Urbanismo rampante).
            Y es que cuando las uvas maduras del Poder se encuentran tan cerca de la mano, quién se va a preocupar por sus malas artes, por sus desmanes si al fin y a la postre en breve serán nuestros abusos, nuestros desfalcos. “Hoy por ti mañana por mí” es la consigna. Pásalo.

               Este aumento exponencial de las posibilidades de alcanzar el Poder entroniza la auténtica ideología “new age”: el oportunismo.
               Así hemos pasado de la “democracia popular” al Estado de Partidos.
           O lo que es igual, del socialismo a los infinitos Concejales.   

            Vivimos en el dogma de que existe (o debe existir) una voluntad general representada por el Estado benefactor como última creencia salvífica, que sin embargo sólo redime a los elegidos, y a sus clientelas, en cada ronda electoral. 
           Y eso es todo, pues no hay mucho más que explicar acerca de las causas del crecimiento consentido, incontrolado del Poder.
            Todo lo demás es contemplar la caída en el precipicio de los no ungidos por el nuevo Altísimo, donde curiosamente se nos quiere hacer creer que el Altísimo y los no ungidos por él coinciden, son los mismos: el cuerpo electoral concebido como cuerpo místico.

            No obstante, la mentira de la identidad queda descubierta por la evidencia del precipicio.

            El precipicio de trocar libertad por el anhelo de participar en el Poder.      
         Cuando no cabía ni siquiera soñar con intervenir en el Poder, la máxima ambición era proteger la libertad frente a los abusos del Poder.
        Hoy no, hoy nadie quiere libertad sino mangonear en algún cajón del Estado y vivir de lo que encuentre, hoy un expediente sin decidir, mañana un reglamento a medio terminar.  
             ¿Y al no haber voluntad de resistirlo para preservar la libertad, quién se opone a la desmesura del Poder? 

             El precipicio de la destrucción de la Ley y su sustitución por el Estado de Derecho.
            El imperio de la Ley garantizaba que ni el Poder podía modificarla. Por tanto aquélla era un escudo protector contra las arbitrariedades de éste.
            Pero con la legitimidad que le daba ser el custodio de la voluntad popular, el Poder dejó de respetar la Ley si consideraba que impedía el cumplimiento de su simpar función.
            El resultado es el Estado de Derecho, un océano de reglas, el lenguaje del Poder, aquí y en Cuba.

            Pero no quiero acabar pareciendo que lloriqueo nuestra mala suerte.
            Le debo al gran gurú, el profesor Jerónimo Molina, el haber tenido noticia del símil entre el agua y la democracia, creación del economista alemán Wilhelm Röpke.  
            Viene a decir uno de los secretos mejor guardados de la ciencia económico-social del s. XX, que de la misma forma que el agua para beberse tiene que ser impura, pues el agua destilada termina siendo un veneno para el hombre; la democracia necesita ciertas impurezas, pues el principio mayoritario a secas acaba siendo contraproducente.
            La impureza que necesita ser inoculada en la democracia para que ésta se convierta en potable es la aristocracia. La resultante sería un sistema de Gobierno mixto, enemigo declarado de la inconsistente soberanía de la voluntad general.  
            Hay esperanza.
            

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