sábado, 24 de noviembre de 2012

Tasas y justicia gratuita: ¡qué bueno es el Caníbal Robin Hood!


           
            La Ley 10/2012 de 20 de Noviembre, “por la que se regulan determinadas tasas en el ámbito de la Administración de Justicia y del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses”, conocida como “Ley de Tasas”, ha provocado una avalancha de críticas al mejor agente de que dispone el Estado caníbal, el ayer Alcalde de Madrid, hoy Ministro de Justicia y siempre chafarrinón de la política entendida como arte de gobernar en aras del bien común.
           
            Sus encendidos y desconcertados opositores lloran de impotencia, mientras él, lejos de amilanarse por el último esquilmo denunciado, une al chupeteo el escarnio, pues de qué otra forma calificar que haya declarado entender “que haya quien quiere seguir en el antiguo régimen” para referirse a los que protestan porque para recurrir una multa de 100 euros tengan que pagar 200 en concepto de tasas.

            El alumno de los jesuitas con cartera ministerial que quizás algún día lamente haber portado con tales maneras, basa su insustituible presencia a la vera del monstruo desde su no juventud de opositor en un conocimiento puntilloso de los mecanismos pedestres de su patrón.
            Su destreza en acabar con los grupos que pueden hacer frente al Estado caníbal (ya sea con subidas de impuestos a todo tipo de propietarios en sus periodos de corregidor o estableciendo tasas disuasorias para litigar), y ese tono fanfarrón que gasta después de consumar cada fechoría es consecuencia de saberse impune en calidad de gerente de monopolios públicos.  

            Porque en los monopolios públicos está el busilis.

        De todo monopolio sólo cabe esperar costes crecientes y calidad decreciente en los servicios que presta, porque ante cualquier queja siempre podrá contestar “éstas son lentejas, si quieres las comes y si no las dejas”, ¿o existe alguna forma para reclamar la ilegalidad de una multa o la deuda de una entidad pública con un contratista que no sea acudir a la jurisdicción contenciosa del Estado, por muy lenta y costosa que resulte?
         En éste sencillísimo fundamento se apoya todo el poder irresistible de los hombres liberticidas que nosotros votamos.

            En éste y en el siguiente.         
         Dado que el monopolio público del Estado de Partidos no puede responder a las reclamaciones de las víctimas sacando a colación el dicho popular de las lentejas puesto que la oposición aspira a heredar el Gobierno prometiendo que su monopolio será mejor, el latrocinio diario tiene que justificarse exonerando a muchos y convirtiendo a las víctimas pagadoras en culpables.  
          En el caso de las tasas la coartada la proporcionará una nueva ley sobre justicia gratuita. 
          Tasas exorbitantes a los que usan mal los tribunales por el mero hecho de usarlos, y ampliación de los colectivos beneficiarios de la justicia gratuita son las dos caras del Estado contemporáneo: por un lado Caníbal y por otro Robin Hood.
            No necesitan darme la razón, me la otorga la siguiente frase del Ministro responsable de la infamia: “estas tasas garantizan la justicia gratuita”.
            Es decir, perfecta equivalencia entre lo que el Estado quita a unos y lo que regala a otros. ¡Qué bueno es el Caníbal Robin Hood!   

            ¿Pero alguien puede creerse tamaño absurdo? –se preguntarán algunos de ustedes-.
            Millones –les contesto- entre los que se encuentran muchos de los que protestan.
            Poco importa que esto sea falso y que los supuestos beneficiados sean en última instancia quienes paguen las tasas.
           Por poner un ejemplo, a consecuencia del aumento del coste de los litigios las rentas de los alquileres se incrementarán de manera proporcional como forma que tiene el propietario de repercutir sobre el arrendatario los precios de las tasas de un eventual procedimiento de desahucio.
            Pero qué le importa esto al Ministro. Menudencias insignificantes cuando ha logrado su objetivo: cobrar una nueva pieza para su jefe, el Estado caníbal.   
           
            A pesar de los anteriores argumentos, que nos ponen delante de los ojos que el remedio no es ni puede ser otro que acabar con la provisión de servicios públicos en régimen de monopolio, incluido, faltaría más, el de impartir justicia; los opositores al sistema siguen confiando en que la solución reside en reformar el monopolio por enésima vez, ¡pues siguen creyendo que quitar a unos y dar a otros según el criterio omnisciente del Estado es la forma más rápida, más económica y más segura que tiene el hombre para realizar la Justicia!

        Los resultados de las supuestas mejoras se resumen en un monopolio cada vez peor, y las pruebas no me desmienten: la lentitud y su descrédito es ahora mayor que hace diez, veinte, treinta años, cuando ni siquiera había tasas. Es decir, costes crecientes y calidad decreciente.
        La ley de tasas lo volverá a demostrar porque la mera existencia del monopolio es la causa del mal, y de un mal día a día mayor, sin que la regeneración del artefacto pueda hacer nada por evitarlo.

            Sin embargo, ¿alguien cree que si hubiera libertad para constituir instancias judiciales, entre las que se podrían encontrar las del Estado, con competencia para determinar, digamos, si un conductor rebasó el límite de velocidad, y alguna de ellas cobrase por sus servicios 50 euros al recurrente, el Estado iba a poder establecer tasas de 200 euros por resolver el mismo litigio?

            Aunque huelga responder a la pregunta por evidente, la evidencia no basta.
          Preferimos la mansedumbre y el empobrecimiento porque aspiramos a la servidumbre y la pobreza que nos promete el Estado caníbal, que no es otra que la de los hartos de pan.
            De momento tasas. El pan puede esperar.

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martes, 13 de noviembre de 2012

¿Somos los mejores?

          
           
            Gracias a twitter tuve conocimiento de un artículo del eminente ensayista Gomá Lanzón, autor del fabuloso, entre otros, “Aquiles en el gineceo”, Ed. Pretextos; que dio origen a una conversación que les quiero relatar.

            El artículo se titula “Somos los mejores”, El País, 10 de Noviembre de 2012, y del mismo entresaco las siguientes frases:
            “Sintámonos afortunados de haber nacido en esta época igualitaria”.
           “Vemos como se extiende el principio igualitario a aquellos grupos (pobres, enfermos, niños, ancianos, mujeres, homosexuales, discapacitados, presos, disidentes, extranjeros) que habían estado tradicionalmente marginados”.

            Contesté al ensayista a través de su cuenta en la red social preguntándole “si eran mejores tiempos porque el Estado nos ha igualado”. Añadí que, “sin embargo, nadie quiere igualdad”.

            De forma elegante el ensayista me repreguntaba a la rawlsiana manera:
        “Y el velo de la ignorancia: ¿en qué otra época histórica, ignorando tu posición en ella, elegirías para vivir?”

            Si hubiera querido parecer sarcástico y twitter tuviera la posibilidad de ser más extenso hubiera contestado con una ironía de la película “Funeral en Berlin”, donde Michael Caine interpretó al espía Harry Palmer.
            Palmer se encuentra en Londres recibiendo instrucciones de su jefe sobre cómo facilitar la deserción de un alto militar ruso que ejerce en Berlín las funciones de custodia de la zona soviética de la ciudad dividida. Después de escuchar atentamente el encargo, Palmer le pregunta:

            “Señor, ¿ha pensado alguna vez en ello?”.

            “En qué” -le contesta-.

            “En desertar. Yo sí”.

      Descartada la deserción a cuenta de la anécdota cinéfila, y considerando de mal gusto contestar que no tiene sentido comparar nuestra época con otras aplicando los criterios y valores de hoy, dado que cada momento histórico intenta resolver sus dilemas con el bagaje espiritual que le es propio; le respondí a Dº Javier a la sofística manera: “para poder elegir vivir en otra etapa histórica hay que haberlas vivido todas”.

            Hasta aquí la conversación.

        Habiendo intentado probar en las dos últimas entradas del blog que nadie quiere igualdad, me llamó la atención el artículo del señor Gomá por entender que equipara lo que considero “protección” a “igualdad”, pues si bien es cierto que la protección ha aumentado hacia todos, y en especial hacia determinados colectivos, no lo es menos que la desigualdad es el anhelo buscado diariamente por nuestra ciudadanía.
      Ante la evidencia de que la lucha por la igualdad consiste en una intensa producción legislativa estatal en aras a conseguirla, que ora beneficia a unos y ora a otros a costa hoy de unos y mañana de otros, la meta de personas y colectivos no puede ser jamás la igualdad sino la proximidad al Poder con la esperanza de ser los recipiendarios preferentes de su atención.
           Por eso yo no hablaría de época igualitaria, sino de época protectora de forma radicalmente desigual.
               
         Pero fue la caracterización del presente con el poético título a lo Kipling, “Somos los mejores”, lo que me hizo cavilar.
      Si Adorno dijo que “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, ¿qué significa entonces escribir después de Auschwitz un artículo titulado "Somos los mejores?". 

        Un comentarista del señor Gomá cifraba esa superioridad en que jamás tuvimos más riqueza, más educación y más esperanza de vida.

        Pues bien, estoy seguro que si le hubiéramos preguntado a los alemanes de 1939 “¿en qué otra época histórica, ignorando tu posición en ella, elegirías para vivir?”, nos hubieran contestado como un solo hombre, “en nuestra querida Alemania porque somos los mejores, ¿o no tenemos más riqueza, más educación y más esperanza de vida que nunca?”.

       Resulta casi inevitable que cada época se juzgue a sí misma como la mejor, considero legítimo decir que vivimos en el mejor de los mundos posibles porque sólo tenemos éste, de la misma manera que también lo es argumentar que nuestra ciudad es la mejor aunque no hayamos salido de ella.

       Pero por todo eso, por si acaso nuestra presunta superioridad fuera sólo el fruto más acabado de una combinación de arrogancia, olvido y desconocimiento, no puedo contestar a la pregunta del señor Gomá (¿en qué otra época histórica, ignorando tu posición en ella, elegirías para vivir?) otorgando la medalla de oro al presente, no vaya a ser que quede como aquel alemán apócrifo que preguntado a finales de los años treinta sobre su país contestó: "¿Alemania? ¡Somos los mejores!" 


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