sábado, 29 de septiembre de 2012

El independentismo catalán se declara enemigo de España


            El Parlamento autonómico catalán aprobó el pasado 27 de Septiembre una propuesta en la que se insta al nuevo Gobierno autonómico que resulte de las elecciones regionales del 25 de noviembre, a convocar un referéndum secesionista.
            Tal decisión se funda en la “necesidad de que el pueblo de Cataluña pueda determinar libre y democráticamente su futuro colectivo”, por lo que la Comunidad debe “iniciar su transición nacional basada en el derecho a decidir”.

            Lo relevante de lo aprobado gracias a la iniciativa de la falange independentista de las Cortes catalanas es que supone una declaración de hostilidad política, esto es, una oposición bipolar extrema: de una parte Cataluña y de otra España. Sin más.  

         La respuesta del Gobierno español a la pública manifestación de enemistad ha sido rechazar la resolución del Parlament por dos motivos:

            a) Es ilegal.
            b) No es racional.

          No obstante, la legalidad ya quedó en un segundo plano, dado que “si el Gobierno (español) le da la espalda y no autoriza ningún tipo de referéndum ni de consulta, pues hay que hacerlo igualmente” (Presidente de la Generalidad, segunda sesión del Debate de Política General, 26 de Septiembre).

            Y en este asunto la razón o sinrazón de los independentistas catalanes para separarse es indiferente, pues “con relación al enemigo, no es suficiente tener razón, ni siquiera actuar racionalmente; el enemigo, -resalta Julien Freund-, SE IMPONE A NOSOTROS POR SU PROPIA VOLUNTAD, SIN HABERLO NOSOTROS ELEGIDO”.
            “¿Por qué ha de necesitar el afán de gloria de una justificación científica?".
            “Los pretextos morales y las justificaciones ideológicas son por completo ajenas al esquema teórico de la dinámica conflictiva”. (Jerónimo Molina, “Julien Freund. Lo político y la política”. Ed. Sequitur. Pág. 157).

           Por tanto, las reacciones del Gobierno a la “voluntad” de secesión yerran de manera flagrante porque obvian lo principal, la declaración de enemistad, pues creen que al enemigo basta con amenazarle con la ley, razonarle o darle largas para que desaparezca. En pocas palabras, su política consiste en aplicar el dicho popular de que “dos no pelean si uno no quiere”.
            Y efectivamente así es, pero “dos pelean si uno no quiere”…, si el que no quiere sale corriendo, lo que en términos políticos significa que el enemigo, el que manifestó la “intención hostil”, ha triunfado. No hay que descartar que la clase política española no aspire a otra cosa.

            De cualquier forma, el partido sólo ha sido convocado “sine die” (Cataluña "celebrará" un referéndum secesionista), por lo que habrá que comprobar si el partido finalmente se juega o si se suspende por incomparecencia de alguno de los equipos.  
            Y si se disputa, aún está por ver el resultado. 

            Lo que resulta indudable es que si el partido se juega, es decir, si la declaración de enemistad se lleva hasta el final, ni la amenaza de la legalidad ni la supuesta razón o razones (económicas, jurídicas, históricas, etc.) de cada una de las partes serán elementos que tengan la más mínima relevancia en el desenlace final, pues será el ejercicio de la fuerza la que dicte sentencia.

            Y con el fallo, ¡ay, el lenguaje!, vendrán las consecuencias:

       Si no se produce la secesión, el nacionalismo llamado periférico quedará desterrado de España.

            Si se consuma cualquier división, el régimen político de la Transición caerá.
        
         Una manera muy española de cambio político, pues habríamos tenido que romper el país para que el sistema cambiase.
           
            Pero no hay que preocuparse, son cosas que pasan por estos lares, pues “España y su clase política somos así, señora”, que diría el dramaturgo Marquina.

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domingo, 16 de septiembre de 2012

Si no deciden los mejores lo harán, inevitablemente, los peores.



             Los seguidores y comentaristas me inquieren para que concrete el tipo de aristocracia que supuestamente preconizo.
         Para despejar dudas al respecto, considero que la democracia es irremplazable como principio de legitimidad del Poder, esto es, si el Poder no es democrático no tendrá el consentimiento de los gobernados.
            Sin embargo, la democracia estará en peligro mientras presuma de actuar en nombre de un principio tan fantasmagórico como la “voluntad general”.

            Distintas alternativas desde el campo de la filosofía política intentan acercar el sagrado principio a su cumplimiento efectivo.

            Yo descarto que pueda realizarse porque nos encontramos ante un razonamiento falaz, esto es, incorrecto en sí mismo, inválido porque sus premisas no garantizan la verdad de su conclusión, por persuasiva que ésta sea. Veamos cuáles son esas premisas y la conclusión.

La voluntad general es buena.
La democracia es buena.
La democracia debe realizar la voluntad general.

          El problema de considerar válidas las falacias es que un razonamiento falaz puede sustituir con facilidad a otra falacia, mientras se escamotea una vez más la verdad dispensadora de paz espiritual.
           
       Un ejemplo de falacia que acabó con la democracia durante gran parte del s. XX en extensísimos territorios fue ésta:

La voluntad general es buena.
El comunismo (o el fascismo) es bueno.
El comunismo (o el fascismo) debe realizar la voluntad general.

            Ahora ningún totalitarismo está de moda, salvo excepciones asiáticas o caribeñas, pero lo estuvieron al amparo del argumento falaz que he expuesto, ¿o el fascismo y el comunismo no decían gobernar en nombre de la voluntad general?.  

          Para evitar que se repita lo ocurrido, para impedir que la democracia se agoste por la frustración causada por sus promesas incumplidas, no hay tarea más urgente que acabar con el razonamiento inválido en que ahora se sostiene.

          Y la falacia de su argumento radica en que la premisa de que la “voluntad general” es buena resulta totalmente falsa porque su realización es imposible, además de contraproducente.
           Imposible porque no se sabe lo que es, y contraproducente porque su función histórica ha sido y sigue siendo la de legitimar todo atropello de cualquier Gobierno (dado que éste es el representante de la voluntad general por elección popular, haga lo que haga, bueno o malo, tendrá el amparo de ser lo que en ese momento quiere la voluntad popular que lo eligió). 

         Llegados a este punto es donde debe entrar la aristocracia, no para sustituir a la democracia, sino para probar y destruir su razonamiento falaz.

 Así, las películas que cité en la anterior entrada http://elunicoparaisoeselfiscal.blogspot.com.es/2012/08/de-el-hombre-que-mato-liberty-valance.html demuestran que la voluntad general, por su misma inexistencia, es impotente, y que por tanto, si quienes deciden no son los mejores, inevitablemente lo harán los peores, que no son sino los que utilizan argumentos falaces (sutiles, persuasivos, pero mentirosos) como única forma que conocen para hacerse con el Poder.  

         La evidencia de esta máxima es el motivo de existir de la aristocracia, lo que convierte a ésta en imprescindible.
        
        Por tanto, la condición para que la democracia no se convierta (aún más) en demagogia, es la protección de los mejores, incluso contra lo que digan los arúspices de la voluntad general, que ni es general ni tiene voluntad. 

       En términos prácticos esto qué significa, pues la clave de bóveda del sistema consiste en hacer convivir el Gobierno elegido por el pueblo y la necesidad de la excelencia.

          La respuesta no puede pretender cuadrar el círculo sino atender a la lógica: los reconocidos como mejores dentro de cada ámbito socio-cultural deben estar representados en una pequeña pero solemne institución, cuyos miembros serán inamovibles. Esa institución deberá ser oída y atendida antes de que el representante de la voluntad popular pueda aprobar sus iniciativas legislativas.
       Y sin el acuerdo entre representación popular y dictamen aristocrático no podría haber nueva legislación.

     Se admiten mejores opiniones, y es obvio que mi propuesta no evitará decisiones equivocadas, en el sentido de injustas o escasamente beneficiosas, pues los mejores nunca lo serán tanto como para no errar. 
      Sin embargo, si las condiciones para la producción de las leyes fueran las que propongo, la democracia se convertiría en legítima "ad eternum", pues habría cesado en su intento de satisfacer una ilusoria voluntad general (recurso de embaucadores), y se centraría sólo en la búsqueda de lo mejor en cada espacio de su competencia.

      Qué sea lo mejor y cuáles las competencias, lo dejaremos para próximas entradas.
        
      A modo de conclusión, y echando mano de la imaginería pop, los superhéroes deben tener asiento en unas nuevas Cortes Generales. 

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