domingo, 23 de diciembre de 2012

¿De "Marca España" a "España, marca blanca"?



            Para Willy Matud, ese genio. 

  
          Los reyes del marketing y los políticos al bies crearon allá por el año 2002 el proyecto “Marca España” para mejorar la imagen internacional de nuestro país.
            Su comienzo data de un 28 de Octubre por iniciativa del Instituto de Comercio Exterior (ICEX), el Real Instituto Elcano, el Foro de Marcas Renombradas Españolas (acoge a más de cien empresas del país) y la Asociación de Directivos de Comunicación. 

             Por tanto nació con Aznar en la Presidencia aunque fue el ya marchito Zapatero (2004-2011) quien potenció la iniciativa a lomos de nuestra prestigiosa Monarquía.
         Para demostrar la importancia de la Corona no hay más que recordar que el actual Ministro de Asuntos Exteriores, García Margallo, alude a ella como “el principal activo” de esta iniciativa.

           No obstante, el “salto de calidad” del proyecto tiene lugar el 29 de Junio de 2012 cuando el Consejo de Ministros nombra un Alto Comisionado del Gobierno para la Marca España, con la tarea de coordinar la labor de los ministerios y contar con la aportación de las Comunidades Autónomas, faltaría más, no vaya a ser que se enfaden.
           El ya citado García Margallo advirtió que el proyecto es el buque insignia de su departamento y uno de los pilares para superar la crisis.

        Valga esta introducción para entender que no se trata de un asunto baladí sino de una auténtica “política de Estado”.
            “El proyecto Marca España descansa sobre tres CERTEZAS: la imagen de un país está sujeta a cambio constante; es factible influir en ese cambio; y corresponde a los poderes públicos diseñar políticas que mejoren dicha imagen”. (Ver página web www.marca-españa.es).

             ¿Pero qué supone el proyecto Marca España?

            La mercantilización del concepto político de nación para dotar a ésta de una identidad nueva y “sujeta a cambio constante”, según lo que la “política de Estado” vaya considerando oportuno, pues para eso “es factible influir en ese cambio”.

           Y hablo de mercantilización porque la iniciativa supone transformar un valor de uso (una utilidad que cualquiera puede disfrutar a conveniencia, como la idea de nación histórica), en valor de cambio (un producto destinado a ser vendido).

            La clave se encuentra en que el éxito de ventas está en relación directa con la bondad del producto y/o con la apariencia de ella. Y ello significa que el bien susceptible de ser intercambiado en la plaza siempre tiene que ser o aparecer bueno, pues de lo contrario nadie lo querrá, nadie lo comprará.

             ¡Por fin lo logramos! –pensarán los ideólogos del proyecto-.
             El concepto “discutido y discutible” se sublima en marca de lujo.
             La Leyenda Negra se ha convertido en “La Roja”.
             La nación al pasar por el filtro de la marca queda blanqueada, lista para ser expuesta.
             Fin de “España como problema”.

            Atrás quedó la nación como uno de los agentes de un conflicto eterno con otras naciones en busca de “ser”.
           Eliminado todo vestigio negativo para que pueda ser objeto de tráfico mercantil, la nación ya no es un concepto que pueda ser mal visto por nadie. Todo lo contrario, pues desaparecida la lucha que la hizo posible y sus efectos colaterales, sólo queda el brillo de lo mejor.   
         
         El proceso de convertir a la nación en una marca será recordado como la más importante contribución de finales del siglo XX y principios del XXI a la historia de las ideas políticas. La marca como concepto político.
             Los lectores me podrán contradecir, pero si Tocqueville supo ver con una anticipación fabulosa que el mundo sería dominado por Estados Unidos y por Rusia, lo que ni siquiera él alcanzó a vislumbrar fue que las naciones se despachasen como camisetas.  

            Ahora bien, la cuestión no es tan simple, y le debo a uno de los gurús del marketing elevado a “motor de la historia”, Willy Matud, la siguiente reflexión: “la marca se mueve entre extremos, el mundano-mercantilista y el filosófico-metafísico,  “Smiley” (sonrisa) y la voluntad que lucha por un fin (el eterno retorno del conflicto), identidad-imagen, ser y ser percibido, ser y parecer. La mirada desde lo alto al tema de las marcas es apasionante, la mirada desde el suelo (Smiley) no tanto”.

            Así, los peligros de la iniciativa, al amparo sólo de los éxitos pasados y pasajeros, sin que se conozca si existe “voluntad de lucha por un fin” más allá del genérico “mejorar la imagen”, resultan evidentes.
               Su "principal activo”, la Monarquía, ha evolucionado hasta pasar a considerarse asunto “discutido y discutible”; la finura del arquitecto Calatrava, Embajador honorífico de la Marca España, no puede separarse de su vinculación al soez caso “Palma Arena”; y los precios de ganga (permisos de residencia a cambio de comprar una casa a partir de 160.000 €) carecen de “glamour”.

             En fin, el riesgo de la empresa política de transmutar a la nación en una marca, el riesgo del proyecto “Marca España” es evitar su rápida degradación en “España, marca blanca”.
           
           
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domingo, 9 de diciembre de 2012

¡Cuánto nos gusta el Poder!




            Un gurú de la red me preguntó hace poco algo parecido a esto:

         ¿Por qué si hemos decretado la muerte de Dios y de las leyes morales universales nos dejamos gobernar por unas estructuras de poder que nunca en la historia han sido tan poderosas ni han estado tan sacralizadas?

           Le contesté que precisamente por ello, pero el temor a que la concisión me haga parecer maleducado en vez de preciso, y dado el interés de la pregunta, quiero ampliar mi respuesta resumiendo lo que los grandes “connaisseurs” de la naturaleza del Poder dejaron dicho hace tiempo y que pocos intentan recordar.

           El motivo del crecimiento consentido del Poder tiene su causa directa en la idea de que, desaparecida toda creencia trascendente, la política puede hacer realidad una supuesta voluntad general, que por ser voluntad del hombre y general, sólo puede ser buena, bella y verdadera para cada uno de nosotros.
                 A esta idea convertida en creencia en sentido orteguiano, nos aferramos como última posibilidad de salvación.

             Y es tanto la creencia como la intuición de que realmente puede ser la última, lo que convierte al Poder en un Dios humano al que todo se sacrifica porque de él se espera nada más y nada menos que la continuidad de una vida digna de tal nombre.  

           En estas condiciones la idea de oposición o resistencia al Poder es simplemente absurda, no tanto porque sea irresistible, que lo es, sino porque se constituye en la única fuente productora de sentido para inmensas mayorías.

          Pero hay algo más. Se trata de una creencia cuya realización queda al alcance de todos, de cualquiera.
           Hasta no hace tanto el Poder era una emanación divina que concernía de manera exclusiva a los monarcas, absolutamente intangible para el resto de los hombres. 
           Instalada la forma de Gobierno que dicen democrática no hace falta tener sangre azul para disfrutar del Poder.
           Ayer era suficiente ser Concejal de Urbanismo de alguno de los miles de municipios del país para merecer su gracia. Hoy ni siquiera: basta ser nombrado asesor, con catorce pagas, del venido a menos  Concejal de Ordenación del Territorio y Medio Ambiente (eufemismo que evita mentar la bicha del otrora Urbanismo rampante).
            Y es que cuando las uvas maduras del Poder se encuentran tan cerca de la mano, quién se va a preocupar por sus malas artes, por sus desmanes si al fin y a la postre en breve serán nuestros abusos, nuestros desfalcos. “Hoy por ti mañana por mí” es la consigna. Pásalo.

               Este aumento exponencial de las posibilidades de alcanzar el Poder entroniza la auténtica ideología “new age”: el oportunismo.
               Así hemos pasado de la “democracia popular” al Estado de Partidos.
           O lo que es igual, del socialismo a los infinitos Concejales.   

            Vivimos en el dogma de que existe (o debe existir) una voluntad general representada por el Estado benefactor como última creencia salvífica, que sin embargo sólo redime a los elegidos, y a sus clientelas, en cada ronda electoral. 
           Y eso es todo, pues no hay mucho más que explicar acerca de las causas del crecimiento consentido, incontrolado del Poder.
            Todo lo demás es contemplar la caída en el precipicio de los no ungidos por el nuevo Altísimo, donde curiosamente se nos quiere hacer creer que el Altísimo y los no ungidos por él coinciden, son los mismos: el cuerpo electoral concebido como cuerpo místico.

            No obstante, la mentira de la identidad queda descubierta por la evidencia del precipicio.

            El precipicio de trocar libertad por el anhelo de participar en el Poder.      
         Cuando no cabía ni siquiera soñar con intervenir en el Poder, la máxima ambición era proteger la libertad frente a los abusos del Poder.
        Hoy no, hoy nadie quiere libertad sino mangonear en algún cajón del Estado y vivir de lo que encuentre, hoy un expediente sin decidir, mañana un reglamento a medio terminar.  
             ¿Y al no haber voluntad de resistirlo para preservar la libertad, quién se opone a la desmesura del Poder? 

             El precipicio de la destrucción de la Ley y su sustitución por el Estado de Derecho.
            El imperio de la Ley garantizaba que ni el Poder podía modificarla. Por tanto aquélla era un escudo protector contra las arbitrariedades de éste.
            Pero con la legitimidad que le daba ser el custodio de la voluntad popular, el Poder dejó de respetar la Ley si consideraba que impedía el cumplimiento de su simpar función.
            El resultado es el Estado de Derecho, un océano de reglas, el lenguaje del Poder, aquí y en Cuba.

            Pero no quiero acabar pareciendo que lloriqueo nuestra mala suerte.
            Le debo al gran gurú, el profesor Jerónimo Molina, el haber tenido noticia del símil entre el agua y la democracia, creación del economista alemán Wilhelm Röpke.  
            Viene a decir uno de los secretos mejor guardados de la ciencia económico-social del s. XX, que de la misma forma que el agua para beberse tiene que ser impura, pues el agua destilada termina siendo un veneno para el hombre; la democracia necesita ciertas impurezas, pues el principio mayoritario a secas acaba siendo contraproducente.
            La impureza que necesita ser inoculada en la democracia para que ésta se convierta en potable es la aristocracia. La resultante sería un sistema de Gobierno mixto, enemigo declarado de la inconsistente soberanía de la voluntad general.  
            Hay esperanza.
            

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sábado, 24 de noviembre de 2012

Tasas y justicia gratuita: ¡qué bueno es el Caníbal Robin Hood!


           
            La Ley 10/2012 de 20 de Noviembre, “por la que se regulan determinadas tasas en el ámbito de la Administración de Justicia y del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses”, conocida como “Ley de Tasas”, ha provocado una avalancha de críticas al mejor agente de que dispone el Estado caníbal, el ayer Alcalde de Madrid, hoy Ministro de Justicia y siempre chafarrinón de la política entendida como arte de gobernar en aras del bien común.
           
            Sus encendidos y desconcertados opositores lloran de impotencia, mientras él, lejos de amilanarse por el último esquilmo denunciado, une al chupeteo el escarnio, pues de qué otra forma calificar que haya declarado entender “que haya quien quiere seguir en el antiguo régimen” para referirse a los que protestan porque para recurrir una multa de 100 euros tengan que pagar 200 en concepto de tasas.

            El alumno de los jesuitas con cartera ministerial que quizás algún día lamente haber portado con tales maneras, basa su insustituible presencia a la vera del monstruo desde su no juventud de opositor en un conocimiento puntilloso de los mecanismos pedestres de su patrón.
            Su destreza en acabar con los grupos que pueden hacer frente al Estado caníbal (ya sea con subidas de impuestos a todo tipo de propietarios en sus periodos de corregidor o estableciendo tasas disuasorias para litigar), y ese tono fanfarrón que gasta después de consumar cada fechoría es consecuencia de saberse impune en calidad de gerente de monopolios públicos.  

            Porque en los monopolios públicos está el busilis.

        De todo monopolio sólo cabe esperar costes crecientes y calidad decreciente en los servicios que presta, porque ante cualquier queja siempre podrá contestar “éstas son lentejas, si quieres las comes y si no las dejas”, ¿o existe alguna forma para reclamar la ilegalidad de una multa o la deuda de una entidad pública con un contratista que no sea acudir a la jurisdicción contenciosa del Estado, por muy lenta y costosa que resulte?
         En éste sencillísimo fundamento se apoya todo el poder irresistible de los hombres liberticidas que nosotros votamos.

            En éste y en el siguiente.         
         Dado que el monopolio público del Estado de Partidos no puede responder a las reclamaciones de las víctimas sacando a colación el dicho popular de las lentejas puesto que la oposición aspira a heredar el Gobierno prometiendo que su monopolio será mejor, el latrocinio diario tiene que justificarse exonerando a muchos y convirtiendo a las víctimas pagadoras en culpables.  
          En el caso de las tasas la coartada la proporcionará una nueva ley sobre justicia gratuita. 
          Tasas exorbitantes a los que usan mal los tribunales por el mero hecho de usarlos, y ampliación de los colectivos beneficiarios de la justicia gratuita son las dos caras del Estado contemporáneo: por un lado Caníbal y por otro Robin Hood.
            No necesitan darme la razón, me la otorga la siguiente frase del Ministro responsable de la infamia: “estas tasas garantizan la justicia gratuita”.
            Es decir, perfecta equivalencia entre lo que el Estado quita a unos y lo que regala a otros. ¡Qué bueno es el Caníbal Robin Hood!   

            ¿Pero alguien puede creerse tamaño absurdo? –se preguntarán algunos de ustedes-.
            Millones –les contesto- entre los que se encuentran muchos de los que protestan.
            Poco importa que esto sea falso y que los supuestos beneficiados sean en última instancia quienes paguen las tasas.
           Por poner un ejemplo, a consecuencia del aumento del coste de los litigios las rentas de los alquileres se incrementarán de manera proporcional como forma que tiene el propietario de repercutir sobre el arrendatario los precios de las tasas de un eventual procedimiento de desahucio.
            Pero qué le importa esto al Ministro. Menudencias insignificantes cuando ha logrado su objetivo: cobrar una nueva pieza para su jefe, el Estado caníbal.   
           
            A pesar de los anteriores argumentos, que nos ponen delante de los ojos que el remedio no es ni puede ser otro que acabar con la provisión de servicios públicos en régimen de monopolio, incluido, faltaría más, el de impartir justicia; los opositores al sistema siguen confiando en que la solución reside en reformar el monopolio por enésima vez, ¡pues siguen creyendo que quitar a unos y dar a otros según el criterio omnisciente del Estado es la forma más rápida, más económica y más segura que tiene el hombre para realizar la Justicia!

        Los resultados de las supuestas mejoras se resumen en un monopolio cada vez peor, y las pruebas no me desmienten: la lentitud y su descrédito es ahora mayor que hace diez, veinte, treinta años, cuando ni siquiera había tasas. Es decir, costes crecientes y calidad decreciente.
        La ley de tasas lo volverá a demostrar porque la mera existencia del monopolio es la causa del mal, y de un mal día a día mayor, sin que la regeneración del artefacto pueda hacer nada por evitarlo.

            Sin embargo, ¿alguien cree que si hubiera libertad para constituir instancias judiciales, entre las que se podrían encontrar las del Estado, con competencia para determinar, digamos, si un conductor rebasó el límite de velocidad, y alguna de ellas cobrase por sus servicios 50 euros al recurrente, el Estado iba a poder establecer tasas de 200 euros por resolver el mismo litigio?

            Aunque huelga responder a la pregunta por evidente, la evidencia no basta.
          Preferimos la mansedumbre y el empobrecimiento porque aspiramos a la servidumbre y la pobreza que nos promete el Estado caníbal, que no es otra que la de los hartos de pan.
            De momento tasas. El pan puede esperar.

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martes, 13 de noviembre de 2012

¿Somos los mejores?

          
           
            Gracias a twitter tuve conocimiento de un artículo del eminente ensayista Gomá Lanzón, autor del fabuloso, entre otros, “Aquiles en el gineceo”, Ed. Pretextos; que dio origen a una conversación que les quiero relatar.

            El artículo se titula “Somos los mejores”, El País, 10 de Noviembre de 2012, y del mismo entresaco las siguientes frases:
            “Sintámonos afortunados de haber nacido en esta época igualitaria”.
           “Vemos como se extiende el principio igualitario a aquellos grupos (pobres, enfermos, niños, ancianos, mujeres, homosexuales, discapacitados, presos, disidentes, extranjeros) que habían estado tradicionalmente marginados”.

            Contesté al ensayista a través de su cuenta en la red social preguntándole “si eran mejores tiempos porque el Estado nos ha igualado”. Añadí que, “sin embargo, nadie quiere igualdad”.

            De forma elegante el ensayista me repreguntaba a la rawlsiana manera:
        “Y el velo de la ignorancia: ¿en qué otra época histórica, ignorando tu posición en ella, elegirías para vivir?”

            Si hubiera querido parecer sarcástico y twitter tuviera la posibilidad de ser más extenso hubiera contestado con una ironía de la película “Funeral en Berlin”, donde Michael Caine interpretó al espía Harry Palmer.
            Palmer se encuentra en Londres recibiendo instrucciones de su jefe sobre cómo facilitar la deserción de un alto militar ruso que ejerce en Berlín las funciones de custodia de la zona soviética de la ciudad dividida. Después de escuchar atentamente el encargo, Palmer le pregunta:

            “Señor, ¿ha pensado alguna vez en ello?”.

            “En qué” -le contesta-.

            “En desertar. Yo sí”.

      Descartada la deserción a cuenta de la anécdota cinéfila, y considerando de mal gusto contestar que no tiene sentido comparar nuestra época con otras aplicando los criterios y valores de hoy, dado que cada momento histórico intenta resolver sus dilemas con el bagaje espiritual que le es propio; le respondí a Dº Javier a la sofística manera: “para poder elegir vivir en otra etapa histórica hay que haberlas vivido todas”.

            Hasta aquí la conversación.

        Habiendo intentado probar en las dos últimas entradas del blog que nadie quiere igualdad, me llamó la atención el artículo del señor Gomá por entender que equipara lo que considero “protección” a “igualdad”, pues si bien es cierto que la protección ha aumentado hacia todos, y en especial hacia determinados colectivos, no lo es menos que la desigualdad es el anhelo buscado diariamente por nuestra ciudadanía.
      Ante la evidencia de que la lucha por la igualdad consiste en una intensa producción legislativa estatal en aras a conseguirla, que ora beneficia a unos y ora a otros a costa hoy de unos y mañana de otros, la meta de personas y colectivos no puede ser jamás la igualdad sino la proximidad al Poder con la esperanza de ser los recipiendarios preferentes de su atención.
           Por eso yo no hablaría de época igualitaria, sino de época protectora de forma radicalmente desigual.
               
         Pero fue la caracterización del presente con el poético título a lo Kipling, “Somos los mejores”, lo que me hizo cavilar.
      Si Adorno dijo que “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, ¿qué significa entonces escribir después de Auschwitz un artículo titulado "Somos los mejores?". 

        Un comentarista del señor Gomá cifraba esa superioridad en que jamás tuvimos más riqueza, más educación y más esperanza de vida.

        Pues bien, estoy seguro que si le hubiéramos preguntado a los alemanes de 1939 “¿en qué otra época histórica, ignorando tu posición en ella, elegirías para vivir?”, nos hubieran contestado como un solo hombre, “en nuestra querida Alemania porque somos los mejores, ¿o no tenemos más riqueza, más educación y más esperanza de vida que nunca?”.

       Resulta casi inevitable que cada época se juzgue a sí misma como la mejor, considero legítimo decir que vivimos en el mejor de los mundos posibles porque sólo tenemos éste, de la misma manera que también lo es argumentar que nuestra ciudad es la mejor aunque no hayamos salido de ella.

       Pero por todo eso, por si acaso nuestra presunta superioridad fuera sólo el fruto más acabado de una combinación de arrogancia, olvido y desconocimiento, no puedo contestar a la pregunta del señor Gomá (¿en qué otra época histórica, ignorando tu posición en ella, elegirías para vivir?) otorgando la medalla de oro al presente, no vaya a ser que quede como aquel alemán apócrifo que preguntado a finales de los años treinta sobre su país contestó: "¿Alemania? ¡Somos los mejores!" 


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martes, 30 de octubre de 2012

Nadie quiere igualdad ante la Ley. II.


                
            En el último "post" terminaba echando mi cuarto a espadas en defensa de la Ley impersonal, esto es, la que emana de un proceso que ningún individuo ni grupo puede dirigir y que sin embargo es ineludible para todos.
                Las leyes físicas son impersonales (la lluvia moja, por causas ajenas al hombre, lo mismo al rico que al pobre), pero también lo son muchas leyes económico-sociales, véase la que fija los precios de los bienes en el punto de equilibrio entre incalculables, y por ello impersonales, ofertas y demandas.
                Aunque los gestores públicos y sus ideólogos pretenden modificar leyes de la naturaleza, son las leyes económico-sociales las que constituyen el campo de acción preferido del “político demiurgo”. Siguiendo con el neutral sistema de formación de precios, éste es modificado minuto a minuto por la política económica estatal premiando o castigando ofertas y/o demandas.
               Pero quedémonos con la idea de que existen leyes físicas y no físicas impersonales.
                ¿Se puede aplicar el criterio de justas a las leyes impersonales?
                ¿Se puede definir como “justa” la ley biológica que nos permite nacer y nos conduce a la muerte?
                ¿Es la competencia que sanciona el éxito empresarial una ley económica justa? 
               Si por ley justa se entiende la redistribución de beneficios y cargas según criterios preestablecidos ideológicamente, es obvio que nada hay más injusto que una ley impersonal que no hace distingos entre unos y otros.
                Si por el contrario la justicia de una ley reside en su aplicación universal de forma inevitable, la ley impersonal es la realización misma de la idea de justicia.
                Teniendo en cuenta lo anterior podemos avanzar un paso: la existencia de y el respeto a la ley impersonal es indisociable del concepto de honestidad, pues un hombre honesto es el que se somete a la igualdad de la ley por ser su contenido imparcial. 
                El sentido común, la honestidad intelectual, serían el resultado de admitir que las consecuencias de aplicar una ley impersonal son siempre justas, con independencia de que nos beneficien o no, pues los efectos de las mismas no dependen  de la voluntad de un grupo o de una oligarquía. 
               Sin embargo, cuando las leyes se hacen “a favor de”, el sentido común nos dice que cabe todo, incluida la deshonestidad, con tal de ser los beneficiarios de la ley “particular”, “especial” o  “personal”.
               Es así como la ley se convierte en intolerable, por injusta, para los no afortunados porque ¿cuál es el criterio de justicia por el que se premia a unos y a otros no?, ¿dónde se encuentra la razón del agravio comparativo?
             El político contemporáneo contestará a estas preguntas afirmando que la justicia del Estado son sus “buenas intenciones”. Y esas intenciones no son otras que acabar con el Mal, Dios sepa lo que esto fuere para cada aspirante a predicador.
                Acabáramos. Toda la legitimidad para el Estado porque sus temporales administradores con vocación de permanencia se sienten capaces de poner fin a nuestros nada originales pecados.
                 Veamos los resultados de tan benefactora pasión:
           a) Después de que Hobbes idease el Leviatán como remedio para desterrar la maldición del “homo homini lupus”, tres siglos más tarde idéntica maldición cabalga a lomos del Estado caníbal que acicatea la lucha de todos contra todos para conseguir sus favores.
             b) En un presunto sistema democrático donde la ley tiene la obligación constitucional de ser expresión de la supuesta voluntad general, aquélla se ha convertido en la resultante de las distintas presiones que recibe a diario la oligarquía que detenta el Poder.       
           Enhorabuena. Su bonhomía ha conseguido un Estado prehobessiano, un Estado arbitrario, un Estado caníbal, en suma.
             Si en algún momento de íntima franqueza los responsables intuyen que se han equivocado, no deberían dudarlo: lo han hecho sin reparar en gastos. 
                Quizás sean merecedores del perdón porque realmente “no saben lo que hacen”.
                Las leyes impersonales, sí.

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viernes, 19 de octubre de 2012

Nadie quiere igualdad ante la Ley. I



                 Uno de los principios jurídicos esenciales para el bien común es el de “igualdad ante la ley”.

                Su bien merecida fama se debe a que su estricta observancia asegura la libertad.  

                La libertad de todos no es un problema de ausencia de limitaciones a la voluntad individual, pues obedecer sólo a los dictados de cada uno es imposible en sociedad al exigir ésta para su supervivencia unas normas de obligado cumplimiento que impidan la guerra de todos contra todos.  

                No obstante, la obediencia a las leyes lo que provoca es la libertad del sujeto pasivo: le libra de la opresión de los otros y le garantiza su independencia, pues cumpliendo las leyes no tiene que obedecer a nadie más.
                Por tanto, la mayor seguridad de que dispone el hombre contra el despotismo de sus semejantes y contra la arbitrariedad de los poderes públicos es la ley que le prescribe las reglas que debe respetar. Haciéndolo, su horizonte es la libertad.
                De ahí el prestigio de la máxima jurídica “igualdad ante la ley”.

                Dejando sentado lo anterior, el hecho de que la aplicación de las leyes deba ser igual no nos ahorra el problema de determinar el contenido de esas leyes. 

                Si siempre resulta difícil encontrar qué leyes son las que preservan la libertad, no lo es en absoluto comprobar que las leyes que pretenden “hacer justicia” destruyen ¡tanta libertad!.
                Y la destruyen no sólo por el hecho de que pretenden beneficiar a uno a costa de otro, sino porque la razón de elegir al beneficiario se basa en última instancia en el banal motivo de su proximidad al benefactor, pues sólo se mejora al que tenemos delante, sólo se puede paliar el dolor de quien oímos su queja.

               ¿Pero acaso compensar al próximo es lo que exige el bien común?

          ¿Acaso mantener un centenar de puestos de trabajo subvencionados en una actividad industrial obsoleta no castiga el patrimonio de, al menos, otro ciento? ¿Si fuese justo el perjuicio de un ciento a costa de otro, cómo se mide, cómo se valora esa supuesta justicia?

               Lo que convierte en inaceptable la promoción expresa de determinadas personas y colectivos en detrimento de otros, es la evidencia de que la producción legislativa en pos de una determinada idea de justicia no conoce ni puede conocer si sus frutos se cifrarán en oros o en bastos para el común y su libertad.   
              En términos de la teoría de la acción racional diríamos que las leyes que se reclaman “justas” porque compensan supuestas desigualdades son incapaces de probar que cumplen el óptimo de Pareto, esto es, que mejoran al menos a una persona, sin perjudicar al resto.
                 Y ello se debe no tanto a la maldad intrínseca de la clase política que administra el Estado, sino a la limitación racional de cualquier hombre o conjunto de ellos, para manejar toda la información necesaria y calcular el coste o beneficio neto de las leyes dizque “justas”. 
           Ante esta dificultad insuperable la sabiduría aconseja prudencia. Sin embargo, el tratamiento consiste en tirar por la calle de en medio, o sea, beneficiar al más cercano, al más próximo al Poder por absurdos que resulten los elegidos.  

               Esta sencilla argumentación echa por tierra las ínfulas justicieras de nuestro Estado caníbal, pues cuanta más justicia pretende lograr más desafueros comete, cuanta más libertad afirma conseguir más coacción necesita aplicar.  
               
                Huelga decir que en este contrabando de valores entre justicia "a medida" e igualdad ante la ley, donde ésta última cede ante las exigencias de hacer "mi justicia" caiga quien caiga, la libertad termina apaleada, moribunda y sacrificada en el altar presidido por la consigna “dar a cada uno lo que le corresponde”, donde “lo que le corresponde” se sabe lo que es hoy pero no lo que será mañana.  

                En suma, sometidos al Estado caníbal disfrazado de forajido bienhechor, nadie quiere ser igual ante la ley, pues nuestro único anhelo es ser merecedores de los privilegios de las “Leyes Robin Hood”. 

                Dado que no hay legislación que nos defienda de la arbitrariedad del Poder, nos acercamos al Poder con la esperanza de ser los beneficiarios de su arbitrariedad, hoy denominada con el eufemismo  "soberanía de la voluntad popular”. 
                ¿Queda alguna posibilidad para los hombres libres?
                Sí, la defensa de la Ley impersonal, dicen que injusta por naturaleza al aplicarse a todos por igual. 

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sábado, 29 de septiembre de 2012

El independentismo catalán se declara enemigo de España


            El Parlamento autonómico catalán aprobó el pasado 27 de Septiembre una propuesta en la que se insta al nuevo Gobierno autonómico que resulte de las elecciones regionales del 25 de noviembre, a convocar un referéndum secesionista.
            Tal decisión se funda en la “necesidad de que el pueblo de Cataluña pueda determinar libre y democráticamente su futuro colectivo”, por lo que la Comunidad debe “iniciar su transición nacional basada en el derecho a decidir”.

            Lo relevante de lo aprobado gracias a la iniciativa de la falange independentista de las Cortes catalanas es que supone una declaración de hostilidad política, esto es, una oposición bipolar extrema: de una parte Cataluña y de otra España. Sin más.  

         La respuesta del Gobierno español a la pública manifestación de enemistad ha sido rechazar la resolución del Parlament por dos motivos:

            a) Es ilegal.
            b) No es racional.

          No obstante, la legalidad ya quedó en un segundo plano, dado que “si el Gobierno (español) le da la espalda y no autoriza ningún tipo de referéndum ni de consulta, pues hay que hacerlo igualmente” (Presidente de la Generalidad, segunda sesión del Debate de Política General, 26 de Septiembre).

            Y en este asunto la razón o sinrazón de los independentistas catalanes para separarse es indiferente, pues “con relación al enemigo, no es suficiente tener razón, ni siquiera actuar racionalmente; el enemigo, -resalta Julien Freund-, SE IMPONE A NOSOTROS POR SU PROPIA VOLUNTAD, SIN HABERLO NOSOTROS ELEGIDO”.
            “¿Por qué ha de necesitar el afán de gloria de una justificación científica?".
            “Los pretextos morales y las justificaciones ideológicas son por completo ajenas al esquema teórico de la dinámica conflictiva”. (Jerónimo Molina, “Julien Freund. Lo político y la política”. Ed. Sequitur. Pág. 157).

           Por tanto, las reacciones del Gobierno a la “voluntad” de secesión yerran de manera flagrante porque obvian lo principal, la declaración de enemistad, pues creen que al enemigo basta con amenazarle con la ley, razonarle o darle largas para que desaparezca. En pocas palabras, su política consiste en aplicar el dicho popular de que “dos no pelean si uno no quiere”.
            Y efectivamente así es, pero “dos pelean si uno no quiere”…, si el que no quiere sale corriendo, lo que en términos políticos significa que el enemigo, el que manifestó la “intención hostil”, ha triunfado. No hay que descartar que la clase política española no aspire a otra cosa.

            De cualquier forma, el partido sólo ha sido convocado “sine die” (Cataluña "celebrará" un referéndum secesionista), por lo que habrá que comprobar si el partido finalmente se juega o si se suspende por incomparecencia de alguno de los equipos.  
            Y si se disputa, aún está por ver el resultado. 

            Lo que resulta indudable es que si el partido se juega, es decir, si la declaración de enemistad se lleva hasta el final, ni la amenaza de la legalidad ni la supuesta razón o razones (económicas, jurídicas, históricas, etc.) de cada una de las partes serán elementos que tengan la más mínima relevancia en el desenlace final, pues será el ejercicio de la fuerza la que dicte sentencia.

            Y con el fallo, ¡ay, el lenguaje!, vendrán las consecuencias:

       Si no se produce la secesión, el nacionalismo llamado periférico quedará desterrado de España.

            Si se consuma cualquier división, el régimen político de la Transición caerá.
        
         Una manera muy española de cambio político, pues habríamos tenido que romper el país para que el sistema cambiase.
           
            Pero no hay que preocuparse, son cosas que pasan por estos lares, pues “España y su clase política somos así, señora”, que diría el dramaturgo Marquina.

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domingo, 16 de septiembre de 2012

Si no deciden los mejores lo harán, inevitablemente, los peores.



             Los seguidores y comentaristas me inquieren para que concrete el tipo de aristocracia que supuestamente preconizo.
         Para despejar dudas al respecto, considero que la democracia es irremplazable como principio de legitimidad del Poder, esto es, si el Poder no es democrático no tendrá el consentimiento de los gobernados.
            Sin embargo, la democracia estará en peligro mientras presuma de actuar en nombre de un principio tan fantasmagórico como la “voluntad general”.

            Distintas alternativas desde el campo de la filosofía política intentan acercar el sagrado principio a su cumplimiento efectivo.

            Yo descarto que pueda realizarse porque nos encontramos ante un razonamiento falaz, esto es, incorrecto en sí mismo, inválido porque sus premisas no garantizan la verdad de su conclusión, por persuasiva que ésta sea. Veamos cuáles son esas premisas y la conclusión.

La voluntad general es buena.
La democracia es buena.
La democracia debe realizar la voluntad general.

          El problema de considerar válidas las falacias es que un razonamiento falaz puede sustituir con facilidad a otra falacia, mientras se escamotea una vez más la verdad dispensadora de paz espiritual.
           
       Un ejemplo de falacia que acabó con la democracia durante gran parte del s. XX en extensísimos territorios fue ésta:

La voluntad general es buena.
El comunismo (o el fascismo) es bueno.
El comunismo (o el fascismo) debe realizar la voluntad general.

            Ahora ningún totalitarismo está de moda, salvo excepciones asiáticas o caribeñas, pero lo estuvieron al amparo del argumento falaz que he expuesto, ¿o el fascismo y el comunismo no decían gobernar en nombre de la voluntad general?.  

          Para evitar que se repita lo ocurrido, para impedir que la democracia se agoste por la frustración causada por sus promesas incumplidas, no hay tarea más urgente que acabar con el razonamiento inválido en que ahora se sostiene.

          Y la falacia de su argumento radica en que la premisa de que la “voluntad general” es buena resulta totalmente falsa porque su realización es imposible, además de contraproducente.
           Imposible porque no se sabe lo que es, y contraproducente porque su función histórica ha sido y sigue siendo la de legitimar todo atropello de cualquier Gobierno (dado que éste es el representante de la voluntad general por elección popular, haga lo que haga, bueno o malo, tendrá el amparo de ser lo que en ese momento quiere la voluntad popular que lo eligió). 

         Llegados a este punto es donde debe entrar la aristocracia, no para sustituir a la democracia, sino para probar y destruir su razonamiento falaz.

 Así, las películas que cité en la anterior entrada http://elunicoparaisoeselfiscal.blogspot.com.es/2012/08/de-el-hombre-que-mato-liberty-valance.html demuestran que la voluntad general, por su misma inexistencia, es impotente, y que por tanto, si quienes deciden no son los mejores, inevitablemente lo harán los peores, que no son sino los que utilizan argumentos falaces (sutiles, persuasivos, pero mentirosos) como única forma que conocen para hacerse con el Poder.  

         La evidencia de esta máxima es el motivo de existir de la aristocracia, lo que convierte a ésta en imprescindible.
        
        Por tanto, la condición para que la democracia no se convierta (aún más) en demagogia, es la protección de los mejores, incluso contra lo que digan los arúspices de la voluntad general, que ni es general ni tiene voluntad. 

       En términos prácticos esto qué significa, pues la clave de bóveda del sistema consiste en hacer convivir el Gobierno elegido por el pueblo y la necesidad de la excelencia.

          La respuesta no puede pretender cuadrar el círculo sino atender a la lógica: los reconocidos como mejores dentro de cada ámbito socio-cultural deben estar representados en una pequeña pero solemne institución, cuyos miembros serán inamovibles. Esa institución deberá ser oída y atendida antes de que el representante de la voluntad popular pueda aprobar sus iniciativas legislativas.
       Y sin el acuerdo entre representación popular y dictamen aristocrático no podría haber nueva legislación.

     Se admiten mejores opiniones, y es obvio que mi propuesta no evitará decisiones equivocadas, en el sentido de injustas o escasamente beneficiosas, pues los mejores nunca lo serán tanto como para no errar. 
      Sin embargo, si las condiciones para la producción de las leyes fueran las que propongo, la democracia se convertiría en legítima "ad eternum", pues habría cesado en su intento de satisfacer una ilusoria voluntad general (recurso de embaucadores), y se centraría sólo en la búsqueda de lo mejor en cada espacio de su competencia.

      Qué sea lo mejor y cuáles las competencias, lo dejaremos para próximas entradas.
        
      A modo de conclusión, y echando mano de la imaginería pop, los superhéroes deben tener asiento en unas nuevas Cortes Generales. 

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domingo, 26 de agosto de 2012

De "El hombre que mató a Liberty Valance" al "Caballero Oscuro" o cuando la aristocracia salva a la democracia.




            Considero la saga de películas sobre el superhéroe Batman dirigida por Christopher Nolan, y en especial la titulada “El Caballero Oscuro”, un acontecimiento cultural histórico.
           En ella se reivindica la aristocracia, el eterno, por necesario, “áristos”, es decir, al excelente, al mejor.
           Pero el motivo de que la filmografía del director inglés sobre el clásico superhéroe alcance categoría histórica se debe a que prefigura una aristocracia nueva, la única posible en un sistema político regido por las leyes de la democracia, que el Poder estaría encantado de que se generalizase como forma de salir del marasmo en el que nos encontramos.

            La fe en los sistemas democráticos se basa en la glorificación de la soberanía de la voluntad popular, la cual delega periódicamente su omnipotencia en una clase política que ejerce la función de gobernar.
            Las consecuencias de la delegación de la soberanía es que los representantes de ésta se convierten en apoderados plenipotenciarios, en soberanos temporales porque actúan en nombre de la totalidad, y por tanto ningún interés particular se podrá alzar contra ellos, los guardianes del bienestar del conjunto.
           
         ¿Consideran irracional, a la luz de los hechos cotidianos, el argumento de que pueda existir una voluntad general que además sea soberana, es decir, última instancia decisora, aunque sea por mediación de sus representantes?. Me permito recordarles que el dogma de la infalibilidad de los monarcas fue uno de los basamentos de la legitimidad monárquica durante siglos, por lo que está probado que los dogmas no sucumben porque estén ayunos de razón.
           Y la soberanía de la voluntad popular es un dogma de los sistemas políticos donde el Poder se atribuye por medio de la elección popular, que cualquier grupo o facción que alcance el Gobierno debe comprometerse a cumplir..., aunque no sea posible.

            Ahora bien, la inescrutable voluntad general rousseauniana no puede ser representada, constituyendo éste dilema el nudo gordiano del malestar de las estructuras de poder constituidas por sufragio universal, pues ofrecen lo que no tienen, es decir, representatividad, ¿o acaso puede ser representado algo que se desconoce qué es?. No obstante, la mayor o menor legitimación de un sistema político no es nuestro problema hoy.

            Lo que sí nos interesa destacar es que ante el dogma de la soberanía popular no cabe aristocracia de ningún tipo, pues ésta no puede sustituir al Gobierno elegido por la voluntad general. Perfecto.

            Sin embargo, las democracias de masas necesitan la intervención decisiva del “áristos” al que nadie ha llamado ni elegido, aunque tenga que permanecer oculto porque la creencia en la soberanía de la voluntad general así lo demanda.

           La necesidad en democracia del “áristos”, del excelente que se impone por su mera virtud; y su imprescindible anonimato lo testimonian dos películas, “El Caballero Oscuro” de Christopher Nolan, y uno de sus precedentes, “El hombre que mató a Liberty Valance”.

          John Wayne salva a la ciudad dos veces. Cuando mata al tirano Lee Marvin, pero también cuando impide que éste se autoproclame representante del pueblo, en contra de la asamblea local.  
           Es el aristócrata pistolero el que garantiza la pureza de la elección popular, y es el mismo aristócrata pistolero el que permite que la violencia ilegítima no acabe con la vida del representante elegido.  

            El precio del “áristos” es terrible: el silencio, la muerte civil, la aceptación de la mentira..., y todo ese sacrificio, ¡válgame Dios!, para que el mito de la soberanía, de la omnipotencia de la voluntad general permanezca impoluto.   

      Así, el “Caballero Oscuro” de Christopher Nolan se inmola para que el malvado, el asesino representante de la voluntad popular siga conservando la aureola de líder beatífico que salva a la ciudad del Mal.
            Curioso.

           Es obvio que el político asesino no puede representar los intereses de un pueblo digno, que el pueblo se equivocó al elegirlo y que sólo el héroe, el caballero aristócrata, es el que protege a la ciudad, pero esto debe ser mantenido oculto para que los ciudadanos sigan creyendo en la sabiduría de sus elecciones, en sus representantes y en su sistema. 
            Desasosegante además de curioso.

            Una de las virtudes de la aristocracia era su ejemplaridad pública. Ya no. El héroe, el aristócrata por excelencia, tiene que ser un caballero inevitablemente oscuro en aras a garantizar la continuidad de un principio, la soberanía de la voluntad general, obsoleto, incapaz de sobrevivir por sí mismo, necesitado de la ayuda de aquello que lo desmiente: el "áristos" privado, desconocido, inelegible.

            La legitimidad monárquica cayó cuando la infalibilidad de los reyes quedó desnuda.
         La legitimidad de las democracias basadas en el mito de la voluntad general será destruida en cuanto su ajado edificio ideológico deje de ser sostenido por Caballeros Oscuros.   

         Antes de que la ausencia de legitimidad de los vigentes sistemas políticos de nuestro entorno sea campo abonado para el infantilismo de los revoltosos, necesitamos que la “áristos” demuestre que lo perentorio no es salvar el prestigio de un mito exangüe, sino dejar en evidencia la superioridad de un sistema político donde la voluntad general no sea la excusa de la tiranía, de la iniquidad. Demostrar, en fin, la necesidad de sistemas políticos contra la soberanía de la voluntad general, la necesidad de Gobiernos Limitados.  

            Tarea apta sólo para héroes, quizás el Batman IV de Christopher Nolan.     

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